La Juez, el Fiscal y el Gorrinín.
XLSemanal 10/09/2012
Parece el
título de una película italiana de los años 50, de las de Dino Risi o Vittorio
de Sica; pero a diferencia de aquéllas, ésta no tiene puñetera gracia. O sí,
según se mire. Para reírte un rato, con desesperación, de este país de payasos.
En cualquier caso, situémonos: Galapagar, sierra de Madrid, hace un par de
semanas. Protagonista involuntario, un picoleto que en coche oficial verde y
blanco, con pirulo y rótulo de Picolandia, transporta a su domicilio a una mujer
maltratada. Después se acerca a un estanco a comprar tabaco. A los veinte pasos
oye un ruido a su espalda, se vuelve y ve a dos pavos que han roto un cristal
del coche y están desvalijándolo por la cara. Echa a correr hacia ellos, y los
artistas se abren a toda leche llevándose el gepeese del coche y la cartera del
agente con su deneí, su carnet de cigüeño, sus tarjetas de crédito y su permiso
de conducir, que tenía en la guantera. El guardia llama por radio a los colegas.
Galapagar es un pueblo pequeño, y un par de picos se ponen a buscar a los malos.
Empieza la caza del hombre.
Ahora vamos con los malandros. Un español y
un moro. El español, conocido en el pueblo como delincuente habitual de toda la
vida, tiene 35 tacos, y para que se hagan ustedes idea de la calaña del
hijoputa, responde al elegante apodo de Gorrinín: treinta detenciones entre 1997
y 2001, seis durante 2010 y ocho desde enero de este año, fecha de su última
salida del talego. O sea, 44 coloquetas en cinco años y sigue en la calle. Entra
por una puerta y sale por otra. Para entendernos: una típica criatura maltratada
por la injusta sociedad moderna. El consorte también es criatura maltratada
típica: se llama Jalil, y según me cuenta un amiguete de confianza que tengo
próximo al juzgado local, «no es muy listo, así que mayormente el otro lo lleva
para que se coma los marrones, porque como es moro lo sueltan en seguida». El
caso es que los dos colegas, tras desparramar el coche y largarse con el botín,
están echándole un vistazo a la cartera del picoleto cuando antes de tres
minutos de reloj les caen encima los colegas del damnificado. Alto a la Guardia
Civil y todo eso. Fin del segundo acto.
Cacheo de rigor.
Contra la pared, brazos y piernas separadas. Y cuando están en ello, y uno de
los guardias va a registrar al Gorrinín, éste se revuelve de pronto, saca una
navaja y le pega al representante de la injusta sociedad que lo maltrata una
mojada que, de no apartarse a tiempo el picolino, lo pone mirando a Triana. Pero
sólo le alcanza un tajo en el brazo izquierdo -que necesitará seis puntos de
sutura en el centro de salud del pueblo-. Los dos se agarran y caen al suelo, el
Gorrinín pegando navajazos y el cigüeño ensangrentado, procurando no llevárselos
él. Al final vence la ley y el orden, como se veía venir, y al Gorrinín y al
Jalil se los llevan esposados al cuartelillo. Diligencias, etc. Al rato, él y el
consorte están en el vecino juzgado de Collado Villalba. Y allí empieza el
cuarto acto del sainete, que es mi favorito.
El fiscal debe de
estar muy ocupado, porque no aparece por ninguna parte. Y como no hay fiscal que
fiscalice, la juez de guardia, conforme a lo previsto en el artículo 505.4 de
la Ley de Enjuiciamiento Criminal, ordena la inmediata puesta en libertad
del Gorrinín y su colega. Sin fianza. Eso sí, con la seria advertencia -a uno
que lleva ocho detenciones por robo y lesiones en lo que va de año- de que se
presente cada quince días en el juzgado. So pena, si incumple, de afearle
seriamente la conducta. Así que al Gorrinín le quitan las esposas y le señalan
la salida: puerta, camino y El Viti. Y el ciudadano, con la contrición y
pesadumbre que son de suponer, se dirige hacia ella; no sin antes detenerse en
la puerta, dirigir una pedorreta a los funcionarios del juzgado y a los guardias
que están allí, y anunciar literalmente: «Soy el amo de Galapagar, y no podéis
hacerme nada. Ya veréis. Os vais a cagar». Y luego, rascarse los huevos,
encender un pitillo e irse a tomar unas cañas.
Ahora hagan ustedes,
porfa, el bonito ejercicio de imaginar que al picolo del navajazo se le hubiera
ocurrido sacar el fusko durante la pajarraca. Y que en el forcejeo se le hubiera
escapado un tiro. O que, por impulso propio del instinto de supervivencia, se lo
hubiera pegado a propósito al malo entre ceja y ceja, tras el primer navajazo.
Calculen los titulares: respuesta desproporcionada, brutalidad picoleta,
fascismo guarro, etcétera. Y los telediarios abriendo con nombre, apellidos,
domicilio y foto de primera comunión del guardia. Que podía darse por bien
jodido, el infeliz. Iban a salirle fiscales localizables y jueces rigurosos
hasta de debajo de las piedras.
2 comentarios:
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